Jorge Mañach
Joseph Conrad, uno de los grandes
maestros de la literatura inglesa contemporánea, uno de los más nobles
escritores de nuestro tiempo, un conquistador, en vida, de la
"gloriola" clásica, acaba de morir hay dos semanas apenas.
Prematuramente y sin embargo, ¡con qué cuajado merecimiento! ha entrado ya al
clasicismo definitivo, al clasicismo de los muertos.
***
El trópico casi no se ha
percatado de esta muerte ilustre. Es el rubor inevitable de siempre. Acaso lo
que más apesadumbra y desalienta en esta materialidad e inmediación de nuestro
vivir es su lejanía de todo acontecimiento, de toda peripecia, de todo gozo o
dolor en las comarcas del alto esfuerzo. Hay pueblos que, entregados tenazmente
a la consecución materialista, logran, sin embargo, mantenerse al tanto de las
vibraciones civilizadas.
Los Estados Unidos son uno de esos pueblos; la
Argentina -para no citar sólo un ejemplo consabido- es otro. En lo alto de sus
torres humeantes, hay siempre antenas para recoger el clamor de los mundos. Y
la vida burda es más llevadera en ellos, porque no han dejado fenecer sus
simpatías. Y porque no están completamente solos en su aislamiento, porque son
como emigrantes de la plenitud ideal que reciben, con cada correo, letras y
estímulos para su nostalgia.
Nuestra insularidad, ¡qué desoladoramente
absoluta! ¡Cómo ignoramos, en la beatitud de nuestras pequeñitas vanidades, en
la histeria y bullicio de nuestras menudas bregas locales, cómo ignoramos el
ebullir más hondo de los continentes!
Los raros hombres que reciben y leen
periódicos de fuera, van por esas calles cargados de alucinación y como de una
irreprimible petulancia. Parece que vivieran dobles vidas y que nos
compadecieran un poco a los demás por ensimismarnos en nuestro barrio...
Debemos darles la misma impresión que nos produjeran aquellos pasmados guajiros
de la Ciénaga, insensibles a los mosquitos, curtidos a la miasma inhóspite e
ignorantes del [ilegible] post-colonial.
Alguna revista alerta nos trajo,
empero, esta nueva, la muerte de Joseph Conrad. ¿Cuándo habrá una que nos
entere de esas gloriosas existencias antes del R.I.P. que atolondra al mundo?
***
Joseph Conrad era polaco de nacimiento. Tenía un patronímico eslavo y absurdo que había estilizado sabiamente -"Conrad"- al dedicarse a las letras. Hasta los diecinueve años no habló una sola palabra de inglés. Conocía, en cambio, casi todas las lenguas continentales, que había aprendido en sus largas andanzas de marino por todos los mares de Asia y de Europa. Ya en la adolescencia andariega, su camarote era una menuda biblioteca; el grumete aprovechaba las "bajadas a tierra" para demorarse en las otras, en las más grandes de las ciudades litorales y cursaba, entre escalas, olas y cielo, una ruda experiencia que había de ser la veta más fecunda de su producción literaria.
A los cuarenta años, enfermo,
Conrad tuvo que abandonar la navegación. Quedóse en Inglaterra, cuyo idioma ya
dominaba, y empezó a escribir para vivir. Hizo más de veinte obras, dechados de
imaginación, de vigor, de dramaticidad, de estilo; a las primeras, Albión le
atacaba ya como a un maestro, e igual que el cuitado de Reading Gaol,
pudo haberse proclamado a sí mismo lord de la lengua inglesa.
¡Maravillosa opulencia de ritmos
y vocablos la de su prosa! Espléndida diafanidad, certero tino, ponderada
economía! Parecía un latino, escribiendo; pero un latino anti-retórico, sin
búsquedas de elocuencia ni alardes de énfasis: un latino de los "de guante
blanco", o lo Renán, Fogazzaro o Valera que, además, cuidara del matizado
moderno. Conrad consiguió para la prosa inglesa aquella "suavidad" de
estilo cuya falta general les reprochaba ha poco Pedro Henríquez Ureña, (en
amable y reciente coloquio habanero) a los modernos escritores sajones.
Estuve a punto de decir que logró
esa manera lustral "a pesar" de ser extranjero, de no ser el inglés
su lengua de cuna. Pero acaso fuera precisamente por eso. El mejor inglés
siempre se ha escrito al través de una disciplina extraña a él, o inspirándose
en dechados y dictados latinos.
Wilde ¿no hizo su maravillosa Salomé
primero en francés? Roberto Luis Stevenson también latinizó; y Lafcadio Hearn,
y en general, todos los estilistas contemporáneos de Inglaterra. Por lo que a
los Estados Unidos hace, quizás la prosa inglesa más elegante, más rica y más
equilibrada que allí se ha escrito en los últimos años, fue la del ensayista
español Jorge Santayana, profesor que fue de Filosofía en Harvard.
El fenómeno parece comprensible.
El inglés es, predominantemente, un idioma de percusiones, de acentos. En
cambio, las lenguas latinas (¿acaso también el polaco?) se modulan a base de
ritmos, de enlaces, de cadencias. Imaginaos un herrero que supiera música. Ya
no nos desagradaría tanto el batir del macho sobre el yunque. La prosa de
Conrad tiene esa que pudiéramos llamar cadencia percusiva.
***
"¿No son demasiado cortas
nuestras vidas para llegar a esa plenitud de expresión que es la mira constante
de todo nuestro balbuceo? Yo ya he renunciado a la esperanza de esas últimas
palabras cuyo timbre, si pudieran ser pronunciadas, agitaría los celos y la
tierra. Nunca hay tiempo para decir nuestra última palabra -nuestra palabra de
amor, de anhelo, de fe, de insurgencia."
Esto había escrito Conrad en
"Lord Jim", uno de sus más bellos libros. Esto había escrito, y así
fue. Tampoco él tuvo tiempo para su decir pleno. Tras largos años de dolencia
estoica (alguien cuenta que su casa era "un verdadero arsenal de
medicinas"), la muerte le ha abatido cuando se disponía a escribir la
vigésima-quinta de sus obras: en el mismo momento en que la anunciaba en el
coloquio de su retiro de Kent, el esputo final cortó la oración en su boca y
los ojos vidriados imaginaron por última vez entre los olmos de su jardín, los
viejos y fecundos panoramas de sus mares amados.
El día que se traduzca a nuestra lengua alguna obra de Joseph Conrad -Youth, Lord Jim, The Rescue, pongamos por preferidas-, comprenderemos nosotros por qué esa muerte ha traído una vasta melancolía a tantos ánimos en lo demás del mundo.
En la obra de Conrad se casaron
la aventura y la reflexión. Él supo enlazar con arte inefable esas dos maneras
de contenido, esas dos actitudes literarias cuyos alicientes se distribuyen en
dos épocas de nuestras vidas: para la niñez, el drama azaroso; para la madurez,
el drama reflexivo.
¿No habéis soñado vosotros alguna
vez en esa conjunción que os retrotrajera a la edad ingenua, sin obligaros a
abdicar de las prevenciones peritas que da el largo vivir? Hace tiempo, cuando
estuve en Madrid, quise hacerme la ficción de revivir los años párvulos, y
compré, en el viejo kiosco de Recoletos que mi niñez rondó, novelitas de
Salgari y de Dick Navarro y de Nick Carter y de aquellos más que habían
espeluznado mis veladas a hurtadillas... Fue un doloroso desencanto. Aquello me
aburría ya: aquello ya no sacudía los resortes gastados del ánimo hecho a la
duda y a la represión y al juicio.
Y releía Conrad, que me curó un
poco de la decepción. Sus bergantes, sus mares, sus piratas, me hicieron vibrar
con la vieja inquietud, y, en las pausas del drama, la parte más empedernida de
mi espíritu se regodeaba en la ironía amarga del gran escritor. Es que hay en
cada uno de nos otros un infante que quiere complicar la vida, y un hombre que
quiere comprenderla: un instinto de brava conquista y otro de sereno dominio.
Conrad supo escribir a la vez para el salvajuelo y para el civilizado que todo
prójimo lleva en sí. Los dioses le hayan en cuenta esa riqueza de comprensión.
“Glosas”, Diario de la Marina,
agosto 27, tarde, 1924, p. 1.