sábado, 17 de mayo de 2025

La muerte de Joseph Conrad


  Jorge Mañach


 Joseph Conrad, uno de los grandes maestros de la literatura inglesa contemporánea, uno de los más nobles escritores de nuestro tiempo, un conquistador, en vida, de la "gloriola" clásica, acaba de morir hay dos semanas apenas. Prematuramente y sin embargo, ¡con qué cuajado merecimiento! ha entrado ya al clasicismo definitivo, al clasicismo de los muertos.

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 El trópico casi no se ha percatado de esta muerte ilustre. Es el rubor inevitable de siempre. Acaso lo que más apesadumbra y desalienta en esta materialidad e inmediación de nuestro vivir es su lejanía de todo acontecimiento, de toda peripecia, de todo gozo o dolor en las comarcas del alto esfuerzo. Hay pueblos que, entregados tenazmente a la consecución materialista, logran, sin embargo, mantenerse al tanto de las vibraciones civilizadas.

 Los Estados Unidos son uno de esos pueblos; la Argentina -para no citar sólo un ejemplo consabido- es otro. En lo alto de sus torres humeantes, hay siempre antenas para recoger el clamor de los mundos. Y la vida burda es más llevadera en ellos, porque no han dejado fenecer sus simpatías. Y porque no están completamente solos en su aislamiento, porque son como emigrantes de la plenitud ideal que reciben, con cada correo, letras y estímulos para su nostalgia.

 Nuestra insularidad, ¡qué desoladoramente absoluta! ¡Cómo ignoramos, en la beatitud de nuestras pequeñitas vanidades, en la histeria y bullicio de nuestras menudas bregas locales, cómo ignoramos el ebullir más hondo de los continentes!

 Los raros hombres que reciben y leen periódicos de fuera, van por esas calles cargados de alucinación y como de una irreprimible petulancia. Parece que vivieran dobles vidas y que nos compadecieran un poco a los demás por ensimismarnos en nuestro barrio... Debemos darles la misma impresión que nos produjeran aquellos pasmados guajiros de la Ciénaga, insensibles a los mosquitos, curtidos a la miasma inhóspite e ignorantes del [ilegible] post-colonial.

 Alguna revista alerta nos trajo, empero, esta nueva, la muerte de Joseph Conrad. ¿Cuándo habrá una que nos entere de esas gloriosas existencias antes del R.I.P. que atolondra al mundo?

***

 Joseph Conrad era polaco de nacimiento. Tenía un patronímico eslavo y absurdo que había estilizado sabiamente -"Conrad"- al dedicarse a las letras. Hasta los diecinueve años no habló una sola palabra de inglés. Conocía, en cambio, casi todas las lenguas continentales, que había aprendido en sus largas andanzas de marino por todos los mares de Asia y de Europa. Ya en la adolescencia andariega, su camarote era una menuda biblioteca; el grumete aprovechaba las "bajadas a tierra" para demorarse en las otras, en las más grandes de las ciudades litorales y cursaba, entre escalas, olas y cielo, una ruda experiencia que había de ser la veta más fecunda de su producción literaria.

 A los cuarenta años, enfermo, Conrad tuvo que abandonar la navegación. Quedóse en Inglaterra, cuyo idioma ya dominaba, y empezó a escribir para vivir. Hizo más de veinte obras, dechados de imaginación, de vigor, de dramaticidad, de estilo; a las primeras, Albión le atacaba ya como a un maestro, e igual que el cuitado de Reading Gaol, pudo haberse proclamado a sí mismo lord de la lengua inglesa.

 ¡Maravillosa opulencia de ritmos y vocablos la de su prosa! Espléndida diafanidad, certero tino, ponderada economía! Parecía un latino, escribiendo; pero un latino anti-retórico, sin búsquedas de elocuencia ni alardes de énfasis: un latino de los "de guante blanco", o lo Renán, Fogazzaro o Valera que, además, cuidara del matizado moderno. Conrad consiguió para la prosa inglesa aquella "suavidad" de estilo cuya falta general les reprochaba ha poco Pedro Henríquez Ureña, (en amable y reciente coloquio habanero) a los modernos escritores sajones.

 Estuve a punto de decir que logró esa manera lustral "a pesar" de ser extranjero, de no ser el inglés su lengua de cuna. Pero acaso fuera precisamente por eso. El mejor inglés siempre se ha escrito al través de una disciplina extraña a él, o inspirándose en dechados y dictados latinos.

 Wilde ¿no hizo su maravillosa Salomé primero en francés? Roberto Luis Stevenson también latinizó; y Lafcadio Hearn, y en general, todos los estilistas contemporáneos de Inglaterra. Por lo que a los Estados Unidos hace, quizás la prosa inglesa más elegante, más rica y más equilibrada que allí se ha escrito en los últimos años, fue la del ensayista español Jorge Santayana, profesor que fue de Filosofía en Harvard.

 El fenómeno parece comprensible. El inglés es, predominantemente, un idioma de percusiones, de acentos. En cambio, las lenguas latinas (¿acaso también el polaco?) se modulan a base de ritmos, de enlaces, de cadencias. Imaginaos un herrero que supiera música. Ya no nos desagradaría tanto el batir del macho sobre el yunque. La prosa de Conrad tiene esa que pudiéramos llamar cadencia percusiva.

***

 "¿No son demasiado cortas nuestras vidas para llegar a esa plenitud de expresión que es la mira constante de todo nuestro balbuceo? Yo ya he renunciado a la esperanza de esas últimas palabras cuyo timbre, si pudieran ser pronunciadas, agitaría los celos y la tierra. Nunca hay tiempo para decir nuestra última palabra -nuestra palabra de amor, de anhelo, de fe, de insurgencia."

 Esto había escrito Conrad en "Lord Jim", uno de sus más bellos libros. Esto había escrito, y así fue. Tampoco él tuvo tiempo para su decir pleno. Tras largos años de dolencia estoica (alguien cuenta que su casa era "un verdadero arsenal de medicinas"), la muerte le ha abatido cuando se disponía a escribir la vigésima-quinta de sus obras: en el mismo momento en que la anunciaba en el coloquio de su retiro de Kent, el esputo final cortó la oración en su boca y los ojos vidriados imaginaron por última vez entre los olmos de su jardín, los viejos y fecundos panoramas de sus mares amados.

 El día que se traduzca a nuestra lengua alguna obra de Joseph Conrad -Youth, Lord Jim, The Rescue, pongamos por preferidas-, comprenderemos nosotros por qué esa muerte ha traído una vasta melancolía a tantos ánimos en lo demás del mundo.

 En la obra de Conrad se casaron la aventura y la reflexión. Él supo enlazar con arte inefable esas dos maneras de contenido, esas dos actitudes literarias cuyos alicientes se distribuyen en dos épocas de nuestras vidas: para la niñez, el drama azaroso; para la madurez, el drama reflexivo.

 ¿No habéis soñado vosotros alguna vez en esa conjunción que os retrotrajera a la edad ingenua, sin obligaros a abdicar de las prevenciones peritas que da el largo vivir? Hace tiempo, cuando estuve en Madrid, quise hacerme la ficción de revivir los años párvulos, y compré, en el viejo kiosco de Recoletos que mi niñez rondó, novelitas de Salgari y de Dick Navarro y de Nick Carter y de aquellos más que habían espeluznado mis veladas a hurtadillas... Fue un doloroso desencanto. Aquello me aburría ya: aquello ya no sacudía los resortes gastados del ánimo hecho a la duda y a la represión y al juicio.

 Y releía Conrad, que me curó un poco de la decepción. Sus bergantes, sus mares, sus piratas, me hicieron vibrar con la vieja inquietud, y, en las pausas del drama, la parte más empedernida de mi espíritu se regodeaba en la ironía amarga del gran escritor. Es que hay en cada uno de nos otros un infante que quiere complicar la vida, y un hombre que quiere comprenderla: un instinto de brava conquista y otro de sereno dominio. Conrad supo escribir a la vez para el salvajuelo y para el civilizado que todo prójimo lleva en sí. Los dioses le hayan en cuenta esa riqueza de comprensión.


 “Glosas”, Diario de la Marina, agosto 27, tarde, 1924, p. 1.


domingo, 11 de mayo de 2025

La curiosa curiosidad

 Jorge Mañach 

 Isaac Goldberg, el excelente hispanófilo norteamericano, cuya labor de divulgación para nuestras letras "de aquel lado del Río Grande" va constituyéndonos ya en deudores de la más cordial gratitud, me escribió ha poco esa apremiada carta que, presumiendo la venia del ensayista amigo, traduzco y publico por juzgarla de insólito interés, tanto para los letrados como para el que llaman vulgus profanus.

 La breve carta en cuestión reza de esta manera:

  "Mi querido Mañach:

  Su carta fue agradable lectura.

  Tengo la intención de escribir, dentro de poco, acerca de algunos libros cubanos. Entretanto, usted pudiera hacerme un gran servicio en relación con un artículo que estoy componiendo para el American Mercury. Se trata de averiguar lo siguiente:

  (1) Qué escritores de los Estados Unidos se leen en Sud América. ¿Emerson, Poe, Hawthorne, Whitman, Longfellow?

  (2) Si son leídos en el original, en el idioma del país o en francés.

  (3) Cuál es la opinión franca acerca de la cultura literaria de los Estados Unidos.

  (4) Qué se sabe de nuestros escritores contemporáneos (poetas, novelistas, críticos y demás).

 "Desearía enseguida su propia contestación a estas preguntas, así como la de Lizaso, Lamar Schweyer, Max Henríquez Ureña, Carlos Loveira y de cualquier otro literato cubano a quien usted crea de suficiente relieve para preguntarle. Por ejemplo, Chacón y Calvo.

 Insisto en que debe ser enseguida. Puede usted..." etc.

 Unas cuantas líneas más de encarecimiento y de saludo daban fin a la inquisitiva epístola.

 Aquel día, fue, pues, necesario hacer nuevo paréntesis en la vacación de los nervios para hacer llegar a los literatos "de relieve" la consulta del autor de los Estudios de literatura hispano-americana. Debo advertir, empero, que el apremio de la consulta no dejaba margen para la larga búsqueda. Muchos son los literatos de relieve que hay en Cuba con derecho - con infinitamente más derecho- que el presente glosador a dar su parecer en tan escogida materia pero ya se sabe que la dispersión del Ietrado gremio es, entre nosotros, algo deplorable.

 Aparte algún que otro cenáculo nocherniego, aparte tal cual redacción sombría y no siempre accesible, no existen en nuestra villa centros vitales de asociación literaria. Y digo vitales, porque mortecinos, momificables, accidentales y espurios sí los hay: mas no se reúnen sino para oír discursos o elegir comités.

 Queda implícita, claro está, una excepción a favor de la "Minoría Sabática" a quien nuestro Fontanills daba el otro día su espaldarazo social. Esa Minoría aspira, a lo que parece, a ser algo vivo y sin discursos. A ella, pues, me dirigí, y espero que los más hayan contestado la "encuesta" del crítico yanqui.

 Mi propia contestación, apremiada también y escrita en un modesto espíritu de "salvo prueba en contrario" decía como sigue, después de las pertinencias iniciales:

 "Me pregunta usted qué escritores de los Estados Unidos se leen en la prensa de Sud-América. Su alusión es a los clásicos y cuando usted dice "Sud-América" entiendo no solamente que incluye a Cuba, sino que a ella particularmente se refiere al pedir mi parecer. Pues bien, mi querido Goldberg, nosotros casi no leemos en absoluto los clásicos de ustedes. A excepción de algún otro cubano que, como yo, ha vivido y estudiado en los Estados Unidos, el público lector de aquí, o simplemente no conoce, o no quiere conocer los viejos valores literarios americanos. De vez en cuando, sin embargo, se encuentra usted con algún sujeto de torcedura académica que ha leído a Emerson en castellano o a Hawthorne en francés; pero rara avis. Poe es medianamente conocido a través de Baudelaire y de sus traductores latino-americanos, Pérez Bonalde, entre ellos. De Whitman nos hemos enterado directamente gracias al espléndido ensayo de Martí. Longfellow apenas nos es más que un nombre. Quizás el escritor yanqui de antaño mejor conocido sea Mark Twain; tanto que hasta tiene -diremos "fanáticos"?- en categoría con Anatole France y Eça de Queiroz. Y no se me ocurre ningún otro autor americano que se lea por modo considerable.

 Su segunda lectura es si esos autores son leídos en el original inglés, en castellano o en francés. Me parece que los más lo son en español; pues aunque muchos hablan inglés aquí, raros son los que leen otra cosa que magazines, y para eso, de una manera superficial y frívola, sin fijarse en nombres ni tendencias, en una palabra, sin conciencia literaria.

 Delicada tarea, la de contestar a su tercera pregunta. Quiere usted saber qué es lo que nosotros "francamente' opinamos de la cultura literaria de los Estados Unidos.

 Ya advierto que dice usted "literaria". Pero nuestra sospecha -apenas es más que eso: una sospecha- de la literatura de ustedes es como un reflejo de lo que en general pensamos sobre su vida nacional. Lo cual equivale a decir que estamos todavía tocante al "Norte" como ustedes lo están tocante a "Sud-América": en la era del pintoresco prejuicio. Aún no hemos cesado de entretener aquella inicua noción que cifra el esfuerzo americano en un buscón de oro y en un rascacielos.

 Pocos -y con esto respondo ya a su última pregunta-muy pocos de entre nosotros saben algo de Edith Wharton, Robert Frost, James Cabell, Sinclair Lewis, O. Henry, o siquiera de Hergesheimes, el autor de ese bellísimo libro San Cristóbal de la Habana. Es ruboroso, pero hay que admitirlo.

 La razón de ello no está tanto en aquel prejuicio nuestro sobre el "materialismo" yanqui como en el hecho de nuestra escasez de tiempo. No somos nosotros la haragana gente que el sajón imbuido de Enciclopedia Británica se empeña en hacernos. Tenemos poco ocio libre, tras "el ganar y el gastar", para lecturas exóticas, y el poco que tenemos estamos habituados a dárselo a las lecturas españolas y francesas.

 Desde luego hay que lamentarlo. Una miaja más de propaganda por parte nuestra harían mucho en sentido de mantenernos fecundamente unidos y... convenientemente "separados".


 En “Glosas”, Diario de la Marina, 19 de mayo de 1924.


sábado, 10 de mayo de 2025

Silueta de Robert Frost


 Jorge Mañach

 Bread Loaf -"La Hogaza- es uno de los topes más altos en la vecindad de Middlebury. Un poco más allá están las escarpadas crestas desde las cuales, en invierno, se desprenden los esquiadores para sus vertiginosas aventuras. En verano, toda esa crestería es un macizo denso de pinos, de sauces, de abetos y abedules. En el seno de él tuvieron instalada durante los años de guerra, la Escuela Española, y fue allí donde José María Chacón y Calvo, profesor uno de esos años en Middlebury, pasó una de esas temporadas históricas de frugalidad y de frío que parecen ser parte de su destino de hombre de estudio. Pero este verano la escuela que allí estuvo fue la inglesa -lugar donde no se enseña el idioma de Shakespeare-, sino los modos literarios de usarlo. Y allá de cuando en cuando subíamos los del valle, los de la Escuela Española y la Italiana y la Francesa y la Rusa, para asistir a alguna representación de teatro avanzado o escuchar alguna apetecible conferencia. Por ejemplo, la que le escuchamos a Robert Frost.

  Frost es, como se sabe, el más insigne, acaso el más grande y probablemente el más viejo de los poetas norteamericanos de hoy. Van y vienen las modas poéticas, mudan las imágenes y los ecos, suben o bajan prestigios nuevos, pero la gloria de Robert Frost permanece sólida y fresca siempre, como una de sus montañas. Es el poeta de la Nueva Inglaterra; pero esta localización no parece limitarlo, sino más bien aludir a algo primordial y entrañable en su inspiración, a un sentido profundo y seminal de su tierra y de su raza enteras. Pues aunque la periferia histórica de lo americano haya crecido tan enormemente hacia el Sur y hacia el Oeste, aunque todo ese vasto mundo nuevo, expansión de la frontera, mire ya hacia la zona de los yanquis puritanos con un poco de gigantesca ironía, por debajo de esa sorna y displicencia se descubre sin esfuerzo un respeto intacto a lo originario, a la tierra de los peregrinos y los patriarcas, a la matriz sajona, donde se habla el mejor inglés y las costumbres son más austeras.

  En el alma poética de Robert Frost hay mucho del yanqui tradicional -el amor a la costumbre y el paisaje, el fondo de sabiduría natural, aliñado de lo bíblico, el pudor de los sentimientos y el humor “seco”. Pero no es este ningún Gabriel y Galán de la Nueva Inglaterra. Lo yanqui, en él, está como destilado y potenciado más allá de lo comarcano; en su espíritu resuenan todos los rumores agitados de la nación y el mundo. Los acoge con cierta sorna filosófica, con la displicencia del hombre que se sabe las cosas esenciales -el amor, la naturaleza y la muerte -y, a veces, con una vaga inquietud por el destino de la promesa norteamericana y la humana. Conservador, como todos los espíritus muy apegados a la tierra, tiene, sin embargo, de utópico lo que todo amador de estrellas. Cuando parece que va a disolverse en espejismos utópicos, la frena siempre su buen sentido de labriego exquisito, saturado de lecturas. Todo ello se resuelve en una poesía a la vez serena y trémula, cargada de inteligencia humana, de bucolismo, de amor profundo… una poesía que constantemente vuelve, fatigada del espectáculo de los hombres, al del

   al del arce joven que empieza a soltar su corteza   

   de verde infantil y enseñar el blanco lechoso

  Sí. Frost vive pegado a su tierra. Allá a la vera del camino que sube a Bread Loaf, tiene el gran viejo su casa, donde Eugenio Florit me cuenta que le visitó un día. Los que pasan le van sentado en el jardín, con su enorme cabeza rosada, de melena blanca, su aire de gigante venerable. El visitante ocasional suele sorprenderlo doblado

   Arrodillado una vez ante mis hierbas

   hurgaba la tierra con perezosa azada

   tarareando mi mezcla de tonadas;

   pero al ver que algunos muchachos de la escuela

   se habían puesto en la cerca a espiarme,

   el corazón se me detuvo con el canto.

   Pues cualquier mirada es siempre mala

   que se permite entrar en mundo aparte.

   Aquella tarde, Frost había sido sonsacado de su soledad para que diese una conferencia en la sala de actos de Bread Loaf. Hubo que ir muy temprano para conseguir asiento. Cuando llegamos, un poco ateridos ya del frío de la ascensión, la sala estaba casi llena: pero logramos sentarnos en fila delantera, al amparo de la hospitalidad interprofesoral. Cuando el poeta llegó con su aire de leñador anciano y su revuelta melena blanca, estalló una ovación larga y devota. La recibió con esa tranquila, sonreída displicencia, de los hombres que ya le conocen el gusto a la gloria y que, además, no le otorgan mucha importancia al aplauso de los hombres.

 De pie frente a un atril desde el cual la lamparilla encaperuzada le esculpía de luces y sombras, el rostro vigoroso empezó a hablar, por vía de pequeña introducción a una lectura de sus últimos poemas. Hablaba de lo que era la poseía. No sabía el bien qué cosa era. A lo largo de su vida, se le habían ocurrido innúmeras definiciones. Todas le parecían siempre buenas y malas. Aquella tarde pensaba que la poesía pudiera definirse como una pausa del alma entre las cosas. Pero en su charla no había nada de docente; era más bien como una confesión, como un soliloquio en que la voz, lenta, densa y grave se hacía inaudible.

 Comenzó a leer sus poemas. Los interrumpía a veces para interpolar un comentario, casi siempre irónico, humorístico. Parecía como si quisiera acreditar la falta de solemnidad del juego poético. Aludió a cierta conversación suya con T. S. Eliot, el laureado Nobel, el poeta americano que se hizo británico y que hablaba con un acento inglés... de Michigan. Comprendimos que no le interesaba mucho aquella poesía arcana, de sonambulismo filosófico. Sobre la alusión suavemente irónica, saltó enseguida su propia linfa diáfana, clara de fondo y visitada por los reflejos del cielo el paisaje, como aquel arroyo de la Quiebra de Ripton que habíamos estado contemplando según ascendíamos a la cresta de Bread Loaf.

 Desde el silencio lleno de su verso, vimos por todas las ventanas abiertas cómo se iba poniendo lentamente el sol sobre las montañas.


 Diario de la Marina, 18 de septiembre 1949.


miércoles, 7 de mayo de 2025

Sobre el Infierno

 


 Severo Sarduy


 No podemos precisar exactamente dónde se nos habla por primer vez de un lugar de aterrante martirio, antro a la vez de la sombra y el fuego, del tumulto y la soledad. Ya en los Evangelios se nos avisa la existencia de dos realidades exactamente opuestas: una residencia feliz, la vida eterna, y su reverso, una residencia cáustica, centro de renovados suplicios. Frente a estas revelaciones, la cultura, en todos sus aspectos, no ha cesado de elucubrar. Unas veces mesurada, y otras que son la inmensa mayoría, delirantemente pero siempre alrededor de la incitante, pista evangélica.

 A lo largo de veinte siglos, la pintura y la poesía principalmente, no han dejado de comentar el tema, que requiere por supuesto, a medida que los tiempos avanzan, mayor exageración, siempre en busca de sensaciones novedosas. Obrando sobre el engañoso terreno de los opuestos, el hombre ha enriquecido la terrible gehena, a medida que, por el conocimiento de su propia naturaleza, ha necesitado alejarse más de las seductoras invitaciones demoníacas. A todo lo dicho sobre el Infierno, añadimos ahora un libro más que, no por ser el último, nos dice algo novedoso sobre el manido tema. Desde luego, tenemos que reconocer que sobre las opiniones (no por muy frecuentes dentro de la religión, menos peregrinas) sostenidas a lo largo de la historia respeto al Infierno, este libro es un compendio formidable.

 El hombre de este siglo se ha librado un poco del miedo, a pesar de que la religión constantemente, aunque con sutileza, intenta devolvérselo.

 Quizás por una intuición primitiva, adánica, los mundos infernales concebidos por el hombre en todas sus visiones, convergen, manifiesta o secretamente, en un oscuro ámbito, del cual todas éstas no son sino los más evidentes indicios. En lo que sí difieren ampliamente las concepciones, es en la cifra de su sadismo, y en la intervención, directa o no, que Dios y sus creaciones hayan tenido en su origen.

 El Infierno cuyo temor se canta desde casi todas las grandes epopeyas, no es hechura del hombre. Es, según parece, un demiurgo, personificado en función de Dios-verdugo, quien proyecta y realiza la oscura residencia, cuyo centro coincide siempre con el de la tierra, y cuyo origen aparece en el mito, relacionado con la expulsión eterna de los demonios, desde otros planos superiores o celestes, hasta las profundidades de algún río, donde estos ángeles o dioses caídos, magos en el arte de torturar, permanecen vigilantes, atormentando afrentosamente a la multitud de los que, por una burla del azar, fueron definitivamente condenados.

 Es la epopeya babilónica de Gilgamesh, cuyo Infierno, al igual que el de Hesíodo y Dante, se presenta como una extraña ciudad subterránea, "defendida por siete murallas y siete puertas", donde se manifiestan por primer vez dos de las ideas que centrarían todas las concepciones posteriores sobre el Infierno. La idea de la condenación eterna se sugiere fijamente en este pasaje: "Sígueme" -grita el monstruo "sígueme a la casa a la que se entra sin esperanza de salir de ella. Por los caminos que sólo sirven para la ida y nunca para la vuelta".

  Pero la más cruel, y a la vez la más trascendente de todas las intuiciones que, conciente o no, contiene el Gilgamesh, es la visión precursora de los condenados torturándose a sí mismos y entre sí, con una torpeza febril, espejo de su frustración: cábala viva de lo que, en los misterios cristianos, significaría el Infierno como obra y riesgo del hombre.

 Es Dante quien, hermanando estas intuiciones con la angustia del cristianismo, desata todas las fuerzas demoniacas latentes en la conciencia humana descubriendo una verdadera gehena, y, sin embargo, invita al mismo tiempo a una sorda rebelión en contra de su blasfemia, de su exageración sádica, de su olvido de la más temible pena: la privación eterna de la presencia de Dios.

 Con Swedenborg, en el siglo XVII, todas estas fuerzas convocadas por Dante sufren un viraje hacia el hombre, y le devuelven súbitamente toda la responsabilidad frente a un destino del que las delirantes concepciones de un castigo arbitrario, le habían librado.

 En estas circunstancias, aparece Dostoievski, con su monstruosa maquinaria sobrenatural; el Infierno trasciende su amurallado círculo, abandonándonos en medio de su dominio más secreto. No esperaría más. Alucinaría nuestra vigilia con los indicios de su constante crecimiento, hasta que en "el día del juicio", la comprensión de su naturaleza bestial, iluminará al hombre. Dominado por este signo, ya Dostoievski no pudo separarse más de su terrible deseo de insectizamiento, de monstruosidad, sobre el cual Kafka levantaría su fantástico andamiaje. Un ahogante ambiente, lleno de reptiles, preside la simbología aterrante, manifiesta en la contemplación eterna del espíritu del mal, que esta vez, surge como una araña de enormes dimensiones, militante del ejército de parásitos dotados de inteligencia y voluntad, cuyo domicilio es el cuerpo humano.

 Pero es en Marcel Jouhandeau, (que con Berdiaeff y Lautréamont compone una trilogía mefistofélica) donde más peligrosamente se ha jugado con la idea de la libertad humana, libertad que, aún dentro de la fe, Jouhandeau usa para levantar frente a Dios un imperio sobre el cual el mismo Dios no puede hacer nada, donde “los condenados están sentados como héroes o como reyes, cada uno sobre un trono de fuego en su eterna constancia y serán lo que no será sometido”. Esa libertad mal entendida rechaza después de Jouhandeau, desde la renuncia a Dios, hasta su extremo opuesto, y se pregunta si no es Dios más sensible a su Infierno que a su Cielo, para terminar con estas imploraciones: “Refresca, señor, mis labios abrasados por el mal, no apartes de mí tu rostro”.

 El último heraldo, el más lúgubre de todos los del Infierno, corresponde por ironía al existencialismo ateo de Sartre. El suplicio revelado por Sartre es completamente diferente, y es en ese desamparo al que el Infierno nos arroja, (porque el Infierno de Sartre está en la tierra, y "son los otros") donde reside el secreto de su crueldad. Poco a poco, nos vamos identificando con los personajes de "La Nausea", "La Edad de la Razón". "El Ser y Nada" y otros que han comprendido la vida como un absurdo al cual fueron lanzados y del cual serán separados sin saber cómo, en la que la conducta del hombre, loable o no, se explica solamente como una de las posibilidades que, haciendo uso de la libertad que le pertenece, puede escoger en un momento dado, y que por tanto, no puede extrañarnos. La oculta rebelión sartreana multiplica sus frutos en "Las Moscas", donde un terrible sentimiento de singularidad, de autorreclusión, de tedio, nos invade desde las alucinantes moscas, enormes como seres humanos, enlace del hombre y el demonio.

 Pero donde se revela todo el espanto que yace vigilante en nuestro mundo cotidiano, es en el triangulo delirante de "Huis-clos". He aquí don-de nos preguntamos si existe algo que nos separe de estos tres seres, presentes ante la eternidad, porque el Infierno de Sartre, resulta tan cotidiano. pero a la vez tan desgarrador, que creemos advertirlo esperando, sobre la más intranscendente de nuestras decisiones, y no sabemos entonces, si es más terrible el suplicio, o la duda, "ese fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño".

 Una de las últimas cuestiones de que trata el libro, (muy cuantitativa por cierto) es la cifra a que ascenderá el pueblo de los condenados. No habíamos hallado ninguna referencia precedente al escabroso problema. El mismo autor se muestra indeciso y dice: "Tal vez sea inconveniente reproducir ciertos pensamientos que se atribuyen en nuestro tiempo a algunas personas de bondad ejemplar". Nos enfrentamos repentinamente con la menos temible. y por consiguiente la más oculta de todas las visiones del Infierno: no es el Infierno tumultuoso, ajado por el uso, sino otro para cuya existencia no han hecho falta ni el gran alboroto, ni los supliciados. Este lugar. concebido por Sta. Teresa, es terrible, pero está vacío. Es un Infierno en potencia.

 A las mismas conclusiones debe haber llegado Sta. Gertrudis, cuando escuchó del Señor, según nos dice: "No te diré lo que hice de Salomón ni de Judas, para que no se abuse de mi misericordia."

 Pero el Infierno vigila y espera. El aviso se repite, con torturante frecuencia, multiplicándose como la vanidad del hombre. Entonces comprendemos la estrecha correspondencia, la exacta justicia. El Infierno se ha vertido todo en aviso. No necesitamos más Infierno que el temor al Infierno. Entonces todo el andamiaje cae abajo, y nos quedamos vigilando, fuera ya de todo Infierno, porque nada nos avisa, y todo nos amiga, en perdurable asilo.

 En el resto del libro la imposición dogmática se fortalece irremediablemente. Las disquisiciones sobre el momento de la entrada, los habitantes y la duración del Infierno, no superan el tedio característico de las latanias monorrítmicas de domingo por la mañana, ni por supuesto, (hubiera sido fatal) añaden nada a la manida fórmula del revelacionismo. Es verdaderamente lamentable que en la mayoría de las cuestiones planteadas, las soluciones ofrecidas, sean inocuas, o nos abandonen frente a problemas más difíciles. Motivo para que, no podemos hacer otra cosa, después de admirar la trama infernal, (que en realidad no sé de dónde, ni cómo se conoce) que saborear nuestro acostumbrado desamparo, que por querer evadir, resulta seguramente por castigo, la única posesión cierta que nos dejan.

 

(1) "El Infierno" por Jean Guitton, Michel Carrouges, Ch.-V. Héris. Gustave Bardy, Bernard Dorival y C. Spicq. Ediciones Criterio. Emecé. Buenos Aires.

 

Ciclón, vol. 2, n. 1, enero, 1956.